La denominación de las Asambleas de Dios afirma que el racismo es un pecado y pide que se arrepientan aquellos que participan en él y quienes no lo abordan. En 1989, en el Concilio General número 43, la iglesia adoptó una resolución sobre el racismo que reafirmaba una posición de larga data de la iglesia. «Las Asambleas de Dios se oponen al pecado del racismo en cualquier forma» y llaman «al arrepentimiento a todos y cada uno de los que han participado en el pecado del racismo a través de pensamientos o acciones personales, o a través de estructuras eclesiales y sociales, o mediante la inactividad a la hora de abordar el racismo como individuos o como iglesia»1.
El racismo es una combinación de suposiciones, creencias y prácticas que categorizan a los grupos de personas a lo largo de un espectro, de superior a inferior, basándose en características físicas (como el color de la piel y los ojos, y el tipo de cabello), ascendencia, idioma y región de origen. Esta categorización justifica el desdén, el odio y el trato desigual hacia quienes se consideran inferiores, y las ventajas sociales para quienes se consideran superiores. Todas las formas de racismo, así como todos los diversos medios de justificación y racionalización ofrecidos por sus partidarios, se quedan cortos y van en contra de la enseñanza bíblica sobre la igualdad humana ante Dios. Como consecuencia, una respuesta bíblicamente informada reconoce que todas las expresiones de racismo son pecaminosas porque degradan la buena creación de Dios, socavan la dignidad humana y violan las normas bíblicas de justicia.
La Biblia, la Palabra de Dios, es el árbitro supremo de la fe y de la práctica de los seguidores de Jesús. Revela la voluntad y los propósitos de Dios para los humanos y, de hecho, para toda la creación. Es completamente autoritativa, no falla y no puede ser derrotada. La enseñanza y el mensaje bíblicos, más que las perspectivas culturales o ideológicas, deben ser determinantes de lo que la Iglesia cree y de cómo vive sus creencias en el mundo. La Biblia presenta la unidad y diversidad del plan de Dios para los seres humanos, exige que todos los humanos tengan la misma posición ante Él y demanda que Su justicia se lleve a cabo dentro del ámbito humano.
La teología en torno a la creación del universo y la humanidad es importante al considerar el plan de Dios, tanto para la unidad como para la diversidad. El Dios Trino creó la primera pareja humana a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26–27), como hombre y mujer, con la responsabilidad de poblar la tierra y administrar otras formas de vida creadas.
Después de la Caída en el pecado, registrada en Génesis 3, el texto explica que la esposa de Adán «sería la madre de todo ser viviente»2 (Génesis 3:20). Este comentario deliberado une a todos los seres humanos como una sola familia. El juicio del diluvio sobre el pecado humano (Génesis 6–9) no disuadió a Dios de Su plan para la unidad y diversidad. Génesis 10 revela la gran diversidad entre los humanos que descendieron de los hijos de Noé.
En el Nuevo Testamento, surgen temáticas similares. Por ejemplo, en su discurso en Atenas (Hechos 17:16–31), Pablo anunció al único Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él. En ese acontecimiento de la creación, «de un solo hombre hizo todas las naciones, para que habitaran toda la tierra» (Hechos 17:26). Además, en Romanos 5:12–21, Pablo enseñó que la creación de un solo hombre une a toda la humanidad y la dirige hacia el único Dios, que se acerca a ellos para redimirlos.
La oposición de las Asambleas de Dios al racismo se basa en varias enseñanzas bíblicas, comenzando con el hecho de que Dios creó a todos los humanos a su imagen (Génesis 1:27; 5:1–2). Por lo tanto, todas las diferencias raciales, étnicas, socioeconómicas, de sexo biológico, otras diferencias biológicas o distinciones culturales, que se utilizan para devaluar y disminuir el estatus de los seres humanos, en el fondo son pecaminosas.
Desafortunadamente, debido a la realidad de la condición caída, la perspectiva no es universal. Muchos, incluidos algunos dentro de la Iglesia, rechazan esa valoración igualitaria de todos los seres humanos, tendiendo a juicios que conducen a disminuir la categoría como persona de algunos individuos y grupos. Sin embargo, la Biblia enseña con claridad, directa e indirectamente, la igualdad de todos los seres humanos.
Primero, Israel, creado por el Señor como el pueblo de la promesa y un testimonio para el mundo, recibió de Él el mensaje de que serían una bendición para todos (Génesis 12:2–3; 18:16–19). A lo largo del Antiguo Testamento, Dios bendijo a los pueblos fuera de Israel (Agar en Génesis 16; Egipto en Génesis 41; Rahab en Josué 6; Rut en Rut 4; la viuda de Sarepta en 1 Reyes 17; Naamán en 2 Reyes 5, etc.) debido a su vínculo con los israelitas. Dios ofreció promesas de bendición a otras naciones en relación con Dios mismo (Isaías 19:25; Jeremías 48:47).
En segundo lugar, la Ley que Dios dio a Israel debía aplicarse a todos, tanto a los nativos como a los extranjeros. Dios mostró su aceptación de todos los humanos por igual al aplicar la Ley a todos, de la misma manera (Éxodo 12:17–19; Levítico 17:10–15; Números 15:27–31). La norma principal para medir la igualdad de trato y el amor era la expresión del carácter de Dios, el cual «no actúa con parcialidad ni acepta sobornos. Él defiende la causa del huérfano y de la viuda, y muestra su amor por el extranjero, proveyéndole alimentos y ropa» (Deuteronomio 10:14–22; véanse también Levítico 19:33–34; Isaías 56:6–8). El ejemplo de Dios, unido a la realidad de que Israel sabía lo que era ser considerado extranjero (habían nacido como esclavos en Egipto), se utilizó para evocar el amor de Israel por todos los grupos étnicos.
En tercer lugar, la justicia no debía pervertirse basándose en el estatus racial, étnico o socioeconómico. Dios advirtió enérgicamente que todos debían ser tratados con igualdad y justicia cuando fueran llevados a juicio (Éxodo 23:3–9; Levítico 19:15; Deuteronomio 1:15–18; 24:17–18; 27:19). Durante las cosechas, se hacían provisiones para el sustento de cada persona. Se esperaba que los terratenientes permitieran que todas las personas, incluidos los extranjeros, se beneficiaran generosamente de la cosecha para poder satisfacer sus necesidades (Deuteronomio 24:19–22).
El mensaje del Nuevo Testamento sobre la igualdad de todas las personas se basa en los temas que vemos en el Antiguo Testamento. Esto se evidencia en especial en la vida y ministerio de Cristo. Jesús, en su ministerio a Israel, reconoció a personas de sus propios grupos étnicos y culturales como destinatarios de la bendición de Dios (Mateo 8:10–11; Marcos 7:24–30; Lucas 4:25–27). Jesús afirmó que la casa de Dios «será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Marcos 11:15–17; Isaías 56:3–7), y su muerte como sacrificio por el mundo entero brindó salvación a nivel universal. La universalidad de esta disposición elimina cualquier excusa para emitir juicios negativos o descuidar el valor de los demás (Mateo 28:19; Marcos 16:15; Lucas 4:25–27; Juan 4:1–42). Y, al final de su ministerio terrenal, Jesús desafió a sus discípulos a llevar el testimonio del evangelio hasta los confines de la tierra (Mateo 28:18-20; Hechos 1:8). Sus mandamientos inclusivos no dan lugar a hacer distinciones de valor entre las personas y afirman la igualdad de la posición humana ante Dios.
Otros escritos del Nuevo Testamento también afirman la igualdad de los seres humanos. En el Día de Pentecostés, día que celebramos la fundación de la Iglesia, en un acto milagroso, personas de múltiples regiones geográficas se maravillaron al oír la palabra de Dios en su propio idioma de parte de aquellos que no conocían su lengua (Hechos 2:3–12). Ese mismo día, Pedro predicó: «todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Hechos 2:21). Más tarde, en la casa de Cornelio en Cesarea, Pedro declaró: «para Dios no hay favoritismos, sino que en toda nación él ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia» (Hechos 10:34–35).
El apóstol Pablo declaró que la necesidad común de salvación para todos hace que las distinciones entre humanos no sirvan para evaluar el valor de las personas (Gálatas 3:23–29; Colosenses 3:11). Las divisiones reales y artificiales entre humanos introducidas por el pecado que llevaron al racismo quedaron despojadas de todo poder en la cruz (Efesios 2:11–22). Pablo también usó la analogía del cuerpo humano con el cuerpo de Cristo para identificar la igualdad e importancia de todos sus miembros (1 Corintios 12:12–27).
En un momento culminante en el libro de Apocalipsis, cuando el Espíritu llevó a Juan a escenas en los cielos, observó grandes multitudes «de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas... de pie delante del trono y del Cordero» (7:9). Su adoración, atribuyendo gloria a Dios por su gran salvación, resonó en todo el reino celestial. ¡Qué cuadro del plan de Dios para la igualdad de todas las personas! Las puertas de la Nueva Jerusalén permanecen abiertas para las naciones que traerán a ella su propia «gloria y honor» (Apocalipsis 21:26), con todos los seres humanos unidos en igualdad de condiciones ante Dios, sin sacrificar su diversidad única.
Una consideración importante en la oposición de las Asambleas de Dios al racismo es que viola el concepto de justicia bíblica. La justicia es un tema bíblico que se desarrolla a partir de una comprensión de la naturaleza de Dios, quien es justo y recto (Deuteronomio 10:18; 32:4; Job 37:23; Salmo 9:7; 10:17–18; 33:4–5; Isaías 5:16; 30:18; Oseas 12:6). Como santo y justo Soberano de la creación, Dios espera justicia (Miqueas 6:8). En consecuencia, cuando nos conducimos injustamente, ya sea con respecto a la raza o cualquier otra característica personal, vamos en contra de la naturaleza y el orden divinos.
Un elemento fundamental de la justicia bíblica es la comprensión de que Dios quiso que los seres humanos fueran una comunidad desde el principio (Génesis 1:27). Los seres humanos están unidos por muchos más puntos en común que diferencias. Cada miembro de la comunidad comparte las amenazas y heridas que sufren otros miembros. De la misma manera, se comparte el éxito. Esto exige que cada persona de la comunidad asuma el cuidado y la responsabilidad de todos los demás integrantes de la comunidad. Es demasiado fácil perder el sentido de comunidad a medida que las poblaciones crecen, pero la justicia bíblica parte desde esta comprensión.
En la justicia bíblica, hay un lugar para identificarse con los pecados de la comunidad en general y pedir perdón mediante la confesión (Nehemías 1:1–11; Daniel 9:1–19). Tanto para Nehemías como para Daniel, hubo una liberación de la intervención de Dios cuando oraron confesando los pecados del pueblo. Querían que Dios expresara su perdón hacia la comunidad.
Además, la justicia bíblica reconoce que las personas tienen responsabilidad individual ante Dios. Por ejemplo, tanto Jeremías como Ezequiel advirtieron de manera explícita a Israel que no podían simplemente culpar a la comunidad en general por su pecado (Jeremías 31:29–30; Ezequiel 18:1–4). La comunidad como un todo necesita arrepentirse y pedirle perdón a Dios por todas las formas de injusticia y por no hablar en contra de ellas. Sin embargo, los individuos no pueden escapar de su necesidad personal de hacer lo mismo.
Las Escrituras son claras a la hora de expresar que el racismo no solo debe abordarse a nivel individual, sino también a nivel colectivo, ya sea en la iglesia o en el mundo. Por ejemplo, la comprensión institucional de la relación entre un prestamista y un prestatario permitiría al prestamista cobrar intereses y recibir una prenda por el préstamo. Sin embargo, este sistema podía tornarse opresivo, por lo que el Señor proporcionó alivio a aquellos que serían perjudicados por la institución (Éxodo 22:25–27). El profeta Jeremías advierte contra aquellos que usan el sistema para dañar a otros: «¡Ay del que edifica su casa y sus habitaciones superiores violentando la justicia y el derecho! ¡Ay del que obliga a su prójimo a trabajar gratis y no le paga por su trabajo!» (Jeremías 22:13). En el Nuevo Testamento, Santiago advierte de manera similar a aquellos a quienes identifica como ricos por no honrar a los trabajadores por su labor (Santiago 5:1–6).
Los principios morales y éticos detrás de estos mandamientos bíblicos no solo requieren igualdad de oportunidades en las instituciones de préstamo o compensación, sino que también deben aplicarse a otras prácticas y procesos. Como individuos y como iglesia, debemos oponernos a cualquier práctica o proceso que resulte en un trato injusto o perjudicial hacia las personas debido a su raza.
La justicia bíblica exige que la gente se preocupe por los oprimidos. El mensaje de Isaías destacó la condición pecaminosa de Israel y los instó a arrepentirse. Como parte del cambio que les traería el arrepentimiento, señaló que deberían restituir a los oprimidos, abogar por los huérfanos y defender a las viudas (Isaías 1:17). El salmista pronunció una bendición sobre aquel que «piensa en el pobre» (Salmo 41:1 NBLA). El escritor de Proverbios ofreció un desafío adicional para los lectores: «¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!» (Proverbios 31:8–9).
La descripción de la justicia bíblica proporcionada anteriormente provee la base para una crítica exhaustiva del racismo, una crítica tan penetrante que la única etiqueta adecuada para tales creencias y acciones es «pecado». El racismo va en contra de la naturaleza y el orden de Dios. El racismo viola la comunidad. El racismo es un ataque a la justicia, tanto individual como corporativa, que los cristianos deben abordar con seriedad. El racismo socava la arraigada virtud cristiana de la preocupación por los oprimidos.
El racismo, reconocido o ignorado, es parte de la situación mundial actual. Como creyentes, tenemos la oportunidad de ser sal y luz como testigos empoderados por el Espíritu. Las siguientes son sugerencias para ministros y miembros.
En primer lugar, como se señala en la resolución de 1989 sobre el racismo: «llamamos al arrepentimiento a todos y cada uno de los que han participado en el pecado del racismo a través de pensamientos o acciones personales, o a través de estructuras eclesiales y sociales, o mediante la inactividad, al no abordar el racismo como individuos o como iglesia»3. La Iglesia, colectiva e individualmente, debe arrepentirse del pecado del racismo expresado tanto en actitudes como en comportamiento. El racismo daña a otros portadores de la imagen de Dios. Cuando los miembros o las iglesias de la comunidad de las Asambleas de Dios son culpables de racismo, arrepentirse y alejarse de él es un primer paso necesario.
En segundo lugar, la Iglesia debe reconocer la imagen de Dios en todas las personas y vivir las enseñanzas sobre la igualdad de las personas en la Biblia. Dios creó a la humanidad con diversidad y afirmar esa diversidad va de la mano con afirmar la igualdad humana. Además, la cruz de Jesús testifica y proporciona la reconciliación definitiva, no sólo de las personas con Dios, sino entre los seres humanos. Las barreras, los odios, las sospechas, el trato desigual y cosas similares han sido sanadas por el derramamiento de Su sangre (Gálatas 3:28; Efesios 2:14). Somos nuevas criaturas, mostramos al mundo cómo es el amor de Dios y evidenciamos ese amor en cada circunstancia con todas las personas. La Iglesia debe vivir en realidad lo que Cristo proveyó mediante Su expiación y debe demostrar esa verdad en un mundo caído y dividido.
En tercer lugar, la Iglesia necesita modelar la inclusividad del cuerpo de Cristo. La erradicación del racismo exige incluir a otros en los círculos del ministerio y el liderazgo4. Excluir del liderazgo a otros creyentes por motivos de raza es incompatible con ver a todos los seres humanos como creaciones de Dios en quienes Él ha puesto un gran valor y por quienes Cristo murió. Una amplia diversidad, en todas las formas en que somos legítimamente diversos, debe convertirse en parte de nuestro pensamiento y de nuestra planificación, para que se revele la plena expresión y el plan de Dios.
Finalmente, la Iglesia debe reconocer y condenar el racismo en todas sus formas. No todos los sistemas humanos son, por definición, racistas. Sin embargo, cualquier sistema humano puede limitar las oportunidades de otros en función de la raza e impedirles avanzar en la sociedad. Cuando lo perciba, la Iglesia no debe guardar silencio; debería exigir cambios con humildad y gracia.
En Juan 17, Jesús oró por sus seguidores actuales y futuros, para que alcanzaran la «perfección en la unidad» (Juan 17:20–23). La Biblia comienza con la narrativa de Dios creando a los seres humanos como una familia. Trágicamente, Trágicamente, la Caída ha hecho que la desunión domine las interacciones humanas. Jesucristo, a través de Su Iglesia que vive el mensaje bíblico de unidad y ha sido empoderada por el Espíritu Santo, ofrece la respuesta para enfrentar el racismo brindando esperanza para la reconciliación y el regreso a la unidad que Dios desea para todas las personas. En 2020, el presbiterio ejecutivo del Concilio General de las Asambleas de Dios emitió una declaración sobre el racismo, escribiendo lo siguiente: «Estamos resueltos a participar con el Espíritu Santo en el trabajo activo contra el racismo en el país y en el extranjero, y buscamos la reconciliación de las personas con Dios, y de unos con otros». Ése sigue siendo el corazón de las Asambleas de Dios.