La decisión histórica de la Corte Suprema de los Estados Unidos que legalizó el aborto, Roe v. Wade, produjo un constante y divisivo debate público sobre el valor de la vida humana. Al suprimir las protecciones para los aún no nacidos, la Corte se alejó del principio de que la vida humana es sagrada, y en su lugar reconoció la autonomía personal de la mujer en la decisión de abortar a su hijo, enfatizando como dice el lema popular, “el derecho de escoger”. Como se podría esperar, este alejamiento se ha extendido a las decisiones de dar término a la vida, con esfuerzos por sancionar la eutanasia y el suicidio con asistencia médica bajo el principio del “derecho de morir” del individuo. Como Francis Schaeffer y C. Everett Koop acotaron en 1979: “Con la declaración de la legalidad del aborto arbitrario, la rapidez con que se acepten las demás formas de homicidio sorprenderá incluso a sus defensores.”1
Muchos factores han motivado el movimiento del derecho de morir, incluidas las preocupaciones sinceras sobre la dependencia de tecnologías y máquinas que mantienen a la persona viva y el cuidado inadecuado para aliviar el dolor de los enfermos incurables. Su fuerza principal, sin embargo, es una filosofía errónea, engañosa, y francamente mala que devalúa a los que sufren. Por esto, nuestra oposición a los suicidios asistidos por médicos se tiene que entender en términos espirituales y ser orientada por principios bíblicos. Específicamente, la Iglesia tiene que (1) proclamar la dignidad del hombre como la creación soberana de Dios, (2) reafirmar la autoridad de Dios sobre la vida desde la concepción hasta la muerte, y (3) afirmar el significado y la esperanza para el sufrimiento de la humanidad.
Primeramente tenemos que clarificar la terminología que usaremos en la discusión de los asuntos éticos sobre el fin de la vida. Suicidio es el acto por el cual una persona causa su propia muerte de manera deliberada e intencionada. El suicidio con asistencia médica y la eutanasia se pueden diferenciar de la siguiente manera: “El suicidio con asistencia médica ocurre cuando un doctor en medicina provee un medio médico para provocar la muerte, normalmente una receta de una cantidad mortal de medicamento que el paciente toma por sí mismo. En el caso de la eutanasia, el médico directamente e intencionadamente administra una sustancia que causa la muerte”.2 Los dos son actos de homicidio, que los distingue el agente (uno mismo versus otro) que administra el medicamento o sustancia que termina la vida. Las expresiones eufemísticas para el suicidio con asistencia médica, tales como “auxilio o ayuda en la muerte”, se usan específicamente para cubrir la verdad de estas acciones y deben ser rechazadas.
Además, el suicidio con asistencia médica tiene que distinguirse de la decisión informada que toma el paciente de rechazar un tratamiento que sustente la vida, en maneras que compasivamente respetan la autonomía del individuo.
La afirmación de que la vida humana es valiosa, aun sagrada, se basa en la creación de Dios de los seres humanos: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Génesis 1:27). Esta verdad imparte un valor extraordinario a cada vida, independiente del sexo, de la raza, de la posición socioeconómica, de la edad, o de la salud. Los que creen en la creación bíblica tienen que reconocer el gran valor a la vida humana y defenderla. Para los que creen en el modelo materialista predominante, que explica nuestra existencia como el resultado al azar de fuerzas físicas impersonales, el valor de la vida es relativo e incidental.
Nuestra creación a la imagen de Dios es el enfoque del mandamiento bíblico contra el asesinato: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Génesis 9:6). Al poner sus huellas en los seres humanos, Dios claramente estableció su propia autoridad sobre la vida humana y mantiene responsables a los que la quieren usurpar.
El valor intrínseco del hombre es confirmado por la expresión de amor de Dios al sacrificar a su Hijo quien pagó el precio por el pecado y la transgresión humana. Dios rectamente afirma su posesión de los que Él ha comprado: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:19,20).
Dios no solo prohíbe que otros reclamen derechos sobre nuestra vida, también prohíbe el derecho que nosotros mismos reclamamos sobre nuestra propia vida. El asesinato es condenado en la Biblia en los términos más severos (Génesis 9:6; Deuteronomio5:17). El suicidio, que es causar deliberadamente la propia muerte, no encuentra apoyo en la biblia, y en los pocos casos que registra se implica la desaprobación divina (1 Samuel 31:4; Mateo 27:5).
Los que defienden el suicidio, por cualquier medio, deben negar estos mandatos y rechazar esta valoración de la vida humana. Específicamente, tienen que afirmar su autonomía personal sobre su propia existencia. El razonamiento es:
“Yo soy dueño de mí mismo; la hora y manera en que yo muera es la base de mi vida privada; entonces yo mantengo mi ‘derecho de morir’, y nadie me lo puede quitar”.3
Esta afirmación de soberanía personal promete libertad pero acarrea auto-destrucción. Resuena con la falsedad del razonamiento de Satanás con Eva: “No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:4,5). Como en cualquier circunstancia en que se ejerce la elección personal fuera de los parámetros de la ley de Dios – aborto, eutanasia, abuso de drogas, prácticas homosexuales, y promiscuidad heterosexual – la consecuencia invariable es la muerte física y espiritual.
Por otra parte, la justa decisión de obedecer los mandatos de Dios trae verdadera libertad. Dentro de los parámetros de Su ley, el individuo puede anticipar el gozo de sus bendiciones. Dios encara a cada uno de nosotros con alternativas absolutas: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti” (Deuteronomio 30:19,20).
Dios determina los límites de la vida y sostiene en sus manos los dos puntos frágiles extremos de la experiencia humana. Él está activo en la concepción de la vida y en la conclusión de la vida, en el nacimiento y en la muerte.
De su principio, el salmista escribió: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre... No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra” (Salmo 139:13,15). El vientre es el lugar de la obra creativa de Dios. Es allí donde cada vida recibe su personalidad única, rasgos físicos únicos, y una naturaleza espiritual única. Los vislumbres que hemos visto de esta obra por medio de los ojos de los avances biomédicos solamente intensifican nuestro asombro en cuanto a las técnicas de Dios. Por otra parte, quizás tengamos menos discernimiento de la actividad de Dios en los momentos finales de la muerte. Naturalmente retrocedemos ante la muerte, la vemos como un adversario al que con renuencia, al final, cedemos el inexorable control sobre nosotros.
Por supuesto, la muerte no era el ideal de Dios. La muerte empezó como resultado de la rebelión y se extendió posteriormente de un hombre a la raza entera: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). El plan de Dios es librarnos de este último enemigo. “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:55-57).
Para el creyente, la muerte no es la derrota final sino una transición en la que se intercambia lo perecedero por lo imperecedero, lo temporal por lo eterno, lo imperfecto por lo perfecto. El creyente experimenta la certeza aun cuando se enfrenta a la muerte. Job concluye: “Entonces llamarás, y yo te responderé; tendrás afecto a la hechura de tus manos” (Job 14:15). El salmista implica la simetría de la actividad de Dios en su nacimiento y muerte, cuando escribe: “Y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas” (Salmo 139:16).
Si el comienzo de la vida en la concepción y el final de la vida en la muerte están en las manos de Dios, entonces el aborto y el suicidio asistido o no, representan las máximas violaciones de su prerrogativa. El aborto roba del vientre una vida que todavía no ha empezado; el suicidio asistido precipita a la tumba la vida que todavía no ha terminado.
La polémica acerca del suicidio asistido también ignora las profundas implicaciones espirituales de la transición de la vida a la muerte. Sus defensores y practicantes no ofrecen ninguna información acerca de la realidad espiritual más allá de la tumba. No hay un reconocimiento de la mortalidad ni del juicio final. Esta aparente ingenuidad es indicio de la decepción espiritual en que se basa la filosofía del derecho de morir.
Nuestra dificultad en comprender las actividades de Dios en la muerte sólo corresponde a nuestra dificultad en comprender su actividad en el sufrimiento humano. Desde la perspectiva bíblica, sin embargo, el sufrimiento es potencialmente intencionado y purificador. Desde la perspectiva de los defensores del suicidio y la eutanasia, el sufrimiento no tiene sentido y es degradante; se debe evitar y, si es posible, eliminarlo.
Job ofrece el prototipo del sufrimiento significativo. Él soportó dolor y desfiguración. “Entonces salió Satanás de la presencia de Jehová, e hirió a Job con una sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza” (Job 2:7). La reacción insensible de la esposa de Job es curiosamente contemporánea: “¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete” (Job 2:9). Rechazando su incitación, Job retenía su integridad, y afirmaba su completa confianza en Dios, diciendo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (Job 19:25,26).
El sufrimiento es comprensible cuando vemos a Aquel que fue “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” y que “ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:3,4). La pasión de Jesús nos asegura que Él se identifica con nuestros sufrimientos y que su fidelidad nos preservará durante las inevitables pruebas y tribulaciones de la vida. Esta es la esperanza de los que sufren y realmente el único consuelo ante el dolor implacable. Cristo se identifica con el sufrimiento de la humanidad, afirma el sufrimiento de la humanidad, y sana el sufrimiento de la humanidad.
Esta perspectiva bíblica ofrece una alternativa al suicidio asistido que afirma la vida de los enfermos incurables. Reconoce que el temor, la desesperación, el dolor, la depresión, y el aislamiento son factores reales. También provee, en la persona de Cristo, un ejemplo digno de la intervención compasiva en los sufrimientos de los demás, que podría disminuir el mismo dolor y aflicción que motivan los deseos de morir.
Combinando el cuidado médico efectivo con la ayuda emocional y espiritual, el movimiento del cuidado paliativo (hospicio) ha demostrado que pocos individuos piden el suicidio asistido una vez que sus dolores y síntomas han recibido atención. Un presidente del cuidado paliativo ha observado: “La percepción pública es que las personas están (escogiendo el suicidio) todos los días. Pero estas son personas en su casa, tienen los medios, tienen muchos medicamentos, y no escogen la muerte”.4 Las personas que sufren quieren que su existencia y propósito sean afirmados, no el escape conveniente a la nada que ofrece el suicidio asistido.
La perspectiva bíblica del sufrimiento también resiste la resbalosa lógica de la filosofía del derecho de morir, una lógica que dice que el valor de la vida de una manera u otra es condicional. Para los enfermos incurables, el valor está condicionado en la calidad de la vida. ¿Que sucede con otras clases de personas que no son saludables, jóvenes, y vigorosas? Asistir en el suicidio de los enfermos incurables establece un precedente ominoso que abre la puerta a una devaluación más general de la vida y a una práctica más amplia de la eutanasia. Aun el American College of Physicians (colegio norteamericano de médicos) ha expresado su preocupación de que el suicidio asistido podría llevar a acciones contra los pobres, los enfermos crónicos, los que tienen problemas mentales, los discapacitados, y los niños menores.5
La historia justifica esta preocupación. En el decenio de 1920 los médicos alemanes empezaron a tomar en consideración que “podría haber una vida que no fuera digna de seguir” y adoptaron la práctica de la eutanasia para los enfermos crónicos, y después consintieron a una definición más amplia de personas “indignas”.6 Más recientemente, los Países Bajos han legalizado la eutanasia voluntaria, sólo para abrir la puerta permisivamente a la práctica de la eutanasia involuntaria, lo que haría que los ancianos y los enfermos crónicos tuvieran su vida terminada contrario a sus deseos. Hoy, las leyes sobre “la muerte digna” han ganado la aprobación del electorado o han sido decretadas por orden judicial en algunos estados de nuestro país.
En este momento crítico de nuestra historia como nación, es imperativo que regresemos a la eterna pauta absoluta del valor humano arraigado en la verdad bíblica. Tenemos que regresar a la estimación divina del valor y de la dignidad de la vida, sea nacida o aún no nacida, joven o anciana, saludable o sufrida. Tenemos que reconocer de nuevo a Aquel en quien somos hechos a su imagen, a Aquel que determina la hora de nuestro comienzo y la hora de nuestro fin, y a Aquel que provee a los que sufren significado y esperanza mediante la obra redentora de la Cruz.
Después de desarrollar una perspectiva bíblica sobre la práctica del suicidio asistido, es importante que pongamos nuestras preocupaciones éticas en acción correspondiente. A ese fin, las siguientes sugerencias se ofrecen para los cristianos individuales y para la iglesia corporal, con el objeto de eliminar la petición y la práctica del suicidio asistido.
(1 Juan 3:18). Afirmemos nuestro alto valor de los que están sufriendo ofreciéndoles nuestro amor. Sea sensible a las necesidades de aquellos con desórdenes de salud mentales, algunos de los cuales pueden ser suicidas y necesitan atención especial. Visite al amigo que tiene cáncer; ofrezca su tiempo como voluntario en un asilo de ancianos; sostenga un programa de cuidado paliativo. Tales acciones marcarán la diferencia para alguien que tiene una enfermedad terminal y también da un gráfico ejemplo del amor cristiano.
Nadie, sólo nuestro Señor, realmente conoce la profundidad de la depresión o la enfermedad de la que emergió la decisión de dar fin a la vida. El suicidio implica una acción razonada y deliberada. Sin embargo, alguien que se encuentra en una condición de depresión clínica o de desequilibrio emocional generalmente no se lo considera completamente responsable. Por lo tanto, las preguntas que tienen que ver con el destino eterno no son decisión de los que le sobreviven. Deben quedar en manos de Dios, que sabe todas las cosas, cuyo amor es infinito, y que por siempre es misericordioso y justo. Al reconocer los límites del conocimiento humano y la naturaleza del Señor llena de gracia, la iglesia podrá ministrar con más efectividad en medio del quebranto y el dolor.
Descargar: La santidad de la vida humana: el suicidio, el suicidio con asistencia médica, y la eutanasia (PDF)